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miércoles, 30 de diciembre de 2009

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Luis: Ellos tenían lo necesario, los cuatro caminaban lento pero a buen ritmo, adelante abriendo camino Joao, el brasileño contratado por Crisanto y su tío para la expedición. Joao no conocía el lugar pero tenia experiencia en la selva y un físico preparado para semejante epopeya. Junto a ellos, Juliana, su esbelto cuerpo y el entorno la transmutaban en una gata montesa, sus conocimientos de la zona y su espíritu aventurero habían bastado para que Pierre, el tío de Crisanto, la contratara. Quien se aseguró de que nadie se enterara del asunto y con mucho dinero la obligó a salir de su casa sin dejar aviso. Sabía que mas tarde cuando todo hubiera terminado podría tenerla, estaba seguro de eso.
Crisanto iba al final de la fila, caminaba como Cris, su nombre de batalla, incluso y pese a los consejos, vestía minifalda y un pequeño top. Sus labios y ojos pintados embellecían aún más su agraciado rostro. Era el jefe y todos lo sabían, caminaba con el terreno limpio, casi sin esfuerzo. Cuando llegaban a una zona pantanosa Joao debía cargarlo y él lo insultaba cuando se raspaba o ensuciaba la ropa. Solo él y su tío sabían hacia donde se dirigían y cuales eran sus intenciones. Lo seguían a Manuel, querían saber por que había regresado, cuando bien sabía que estaba prohibido, incluso para ellos a los que todo estaba permitido. Igual estaban contentos de ser los elegidos, volverían a la Fuente, la tentación era enorme aún sabiendo los riesgos que el encuentro tendría, que importaba el dolor o la muerte en la situación inicial, bebiendo de la Fuente de la fuerza. Allí perdida, lo que todo humano de saberlo hubiese anhelado. Escondida frente a sus narices, en el súper mundo tecnológico nadie sabía de ella. Juliana y Joao no debían llegar a verla.

Luis se sentó a los pies de la vieja cama de su antiguo cuarto, las cortinas de la ventana estaban cerradas, de un trago terminó el tequila. Se tiró de espaldas sobre la cama y cerró los ojos.

Luis: Mora se había acostumbrado a estar sola en la montaña pero no le fue fácil al principio. A duras penas pudo llegar por el río, las cañas cubrían todo el margen, incluso por momentos el mismo cauce. Tuvo que arrastrarse por el lecho helado, el frió del agua era extremo aún en verano y provocaba la sensación de agujas atravesando la piel, los músculos se dormían y apenas podía mover las manos y el cuerpo. Encima los desniveles del río, las cascadas, tuvo que trepar por las rocas húmedas y cayó más de una vez, en la más grave se lastimó la mano al intentar amortiguar el golpe contra las piedras. Luego por la noche no pudo prender fuego. Sin embargo lo peor llegó cuando intentaba dormirse. Apareció un puma hambriento, que luego de mirarla fijo un instante la atacó. Sintió como le desgarraba la espalda, se quedó inmóvil, tapándose el cuello. El puma le intentaba morder la cabeza, logró estar tranquila y por minutos que le parecieron años el puma la olió, le gruñó y por fin se fue llevándose la bolsa de comida. A partir de allí llegar a la Fuente se convirtió en un calvario y apenas lo logró luego de dos días en los que solo un espíritu privilegiado como el suyo pudo soportar. Cuando llegó bebió inmediatamente del agua de la fuente a pesar que no era su idea inicial fue lo que la salvó. Y luego como siempre, misteriosamente, todo mejoró, sus heridas desaparecieron y se convirtió en la reina del lugar. Los árboles y animales, flores y pájaros le rindieron tributo, incluso el puma cabizbajo demostró su arrepentimiento. Nunca más tuvo hambre, comía y bebía solo por placer. Tuvo visiones que maravillaron su alma y le dieron esperanza. Todo era posible allí. Pasaba sus días con una estricta rutina, al amanecer meditar. El lugar varíaba, en lo alto de la gran piedra o en el campo florecido. Casi de inmediato entraba en armonía con lo que la rodeaba, los pájaros bailaban sobre ella, las flores la miraban y le brindaban sus mejores aromas. Incluso algunos animales pequeños se acercaron e inmóviles meditaban con ella. La energía de todos juntos provocaba a veces arcos iris, centellas y truenos. Después de la meditación su cuerpo no acusaba recibo de la quietud de tantas horas, se levantaba ágil, liviana y sonriendo. Tomaba siempre un fruto dulce caminando hasta el río, el resto del día lo pasaba allí, esperando.

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